LEYENDAS MEXICANAS
EL LEÓN DEL SEÑOR SAN JERÓNIMO”
Se cuenta que el Señor San Jerónimo, santo patrón de este
lugar, tenía un león a su lado; pero la ciudadanía de aquel entonces, empezó a
preguntarse el por qué; ya que esto no era correcto en su papel de patrono de
pueblo. Unos afirmaban que debía tenerlo, otros que no, en fin, se pusieron de
acuerdo y se lo quitaron.
No se sabe si fue la fe, la superstición o el temor por
habérselo quitado, pero se dice que después de algunos días empezó a escucharse
el rugido de un león por las noches, y al amanecer se encontraban los restos de
animales como perros, borregos, becerros y hasta burros, como indicio de que
dicho animal los mataba y se los comía.
Ya la gente no salía cuando empezaba a obscurecer, todo
mundo atrancaba las puertas por temor a que el animal entrara a sus casas.
Cuenta un sacristán, que estuvo durante 60 años en este
oficio, que él dormía en una pieza que está junto al curato de la Parroquia y
que hasta allí oía rugidos del león todas las noches.
Otras personas dicen que era un monstruo que salía de los
túneles que se cree tiene el subsuelo de la cabecera municipal, pero sea como
fuese, el caso es que a diario aparecía un animal muerto.
Los que le quitaron el león a San Jerónimo, se reunieron y
acordaron colocarlo otra vez en el lugar que lo tenía, pues temían que fuera un
castigo por habérselo quitado.
Desde que pusieron al león en el lugar donde estaba, no se
volvió a aparecer por las noches a causar destrozos, por lo cual el santo
volvió a ser venerado como antes.
La Malinche
Es la montaña Malintzin de un aspecto bello y hermoso que
se levanta implorando lluvias de los altos cielos.
Y no es raro presenciar nubes que arrebata el viento, pero
las de la Malintzin son seguros aguaceros.
Una vez consumada la conquista, los aztecas, al saber que
Marina había muerto, trataron de recuperar su cuerpo.
Cuando lo tuvieron en su poder lo escondieron en muchos
lugares tratando de evitar que cayera en manos de los españoles.
En una montaña descubrieron una cueva gigantesca, y en el
caballo que le había regalado Cortés la montaron y la subieron al cerro y la
internaron en el fondo de la cueva que sellaron con grandes rocas.
Apostaron guardias en puntos estratégicos para cuidarla.
Desde entonces los nativos de la montaña la llaman Malintzin
y desde su cresta nos manda aguaceros.
Se mira una silueta que describe su cuerpo que dormido pide
las lluvias del cielo.
LA LEYENDA DE LOS VOLCANES
Las huestes del Imperio azteca regresaban de la guerra.
Pero no sonaban ni los teponaxtles ni las caracolas, ni el
huéhuetl hacía rebotar sus percusiones en las calles y en los templos. Tampoco
las chirimías esparcían su aflautado tono en el vasto valle del Anáhuac y sobre
el verdiazul espejeante de los cinco lagos (Chalco, Xochimilco, Texcoco, Ecatepec
y Tzompanco) se reflejaba un menguado ejército en derrota. El caballero águila,
el caballero tigre y el que se decía capitán coyote traían sus rodelas rotas y
los penachos destrozados y las ropas tremolando al viento en jirones
ensangrentados.
Allá en los cúes y en las fortalezas de paso estaban
apagados los braseros y vacíos de tlecáxitl que era el sahumerio ceremonial,
los enormes pebeteros de barro con la horrible figura de Texcatlipoca el dios
cojo de la guerra. Los estándares recogidos y el consejo de los Yopica que eran
los viejos y sabios maestros del arte de la estrategia, aguardaban ansiosos la
llegada de los guerreros para oír de sus propios labios la explicación de su
vergonzosa derrota.
Hacía largo tiempo que un grande y bien armando contingente
de guerreros aztecas había salido en son de conquista a las tierras del Sur,
allá en donde moraban los Ulmecas, los Xicalanca, los Zapotecas y los Vixtotis
a quienes era preciso ungir al ya enorme señorío del Anáhuac. Dos ciclos
lunares habían transcurrido y se pensaba ya en un asentamiento de conquista,
sin embargo ahora regresaban los guerreros abatidos y llenos de vergüenza.
Durante dos lunas habían luchado con denuedo, sin dar ni
pedir tregua alguna, pero a pesar de su valiente lucha y sus conocimientos de
guerra aprendidos en el Calmecac, que era así llamada la Academia de la Guerra,
volvían diezmados, con las mazas rotas, las macanas desdentadas, maltrechos los
escudos aunque ensangrentados con la sangre de sus enemigos.
Venía al frente de esta hueste triste y desencantada, un
guerrero azteca que a pesar de las desgarraduras de sus ropas y del revuelto
penacho de plumas multicolores, conservaba su gallardía, su altivez y el
orgullo de su estirpe.
Ocultaban los hombres sus rostros embijados y las mujeres
lloraban y corrían a esconder a sus hijos para que no fueran testigos de a que
retorno deshonroso.
Sólo una mujer no lloraba, atónita miraba con asombro al
bizarro guerrero azteca que con su talante altivo y ojo sereno quería demostrar
que había luchado y perdido en buena lid contra un abrumador número de hombres
de las razas del Sur.
La mujer palideció y su rostro se tornó blanco como el
lirio de los lagos, al sentir la mirada del guerrero azteca que clavó en ella
sus ojos vivaces, oscuros. Y Xochiquétzal, que así se llamaba la mujer y que
quiere decir hermosa flor, sintió que se marchitaba de improviso, porque aquel
guerrero azteca era su amado y le había jurado amor eterno.
Se revolvió furiosa Xichoquétzal para ver con odio profundo
al tlaxcalteca que la había hecho su esposa una semana antes, jurándole y
llenándola de engaños diciéndole que el guerrero azteca, su dulce amado, había
caído muerto en la guerra contra los zapotecas.
--¡Me has mentido, hombre vil y más ponzoñoso que el mismo
Tzompetlácatl, - que así se llama el escorpión-; me has engañado para poder
casarte conmigo. Pero yo no te amo porque siempre lo he amado a él y él ha
regresado y seguiré amándolo para siempre!
Xochiquétzal lanzó mil denuestos contra el falaz
tlaxcalteca y levantando la orla de su huipil echó a correr por la llanura,
gimiendo su intensa desventura de amor.
Su grácil figura se reflejaba sobre las irisadas
superficies de las aguas del gran lago de Texcoco, cuando el guerrero azteca se
volvió para mirarla. Y la vio correr seguida del marido y pudo comprobar que
ella huía despavorida. Entonces apretó con furia el puño de la macana y
separándose de las filas de guerreros humillados se lanzó en seguimiento de los
dos.
Pocos pasos separaban ya a la hermosa Xochiquétzal del
marido despreciable cuando les dio alcance el guerrero azteca.
No hubo ningún intercambio de palabras porque toda palabra
y razón sobraba allí. El tlaxcalteca extrajo el venablo que ocultaba bajo la
tilma y el azteca esgrimió su macana dentada, incrustada de dientes de jaguar y
de Coyámetl que así se llamaba al jabalí. Chocaron el amor y la mentira.
El venablo con erizada punta de pedernal buscaba el pecho
del guerrero y el azteca mandaba furioso golpes de macana en dirección del
cráneo de quien le había robado a su amada haciendo uso de arteras engañifas.
Y así se fueron yendo, alejándose del valle, cruzando en la
más ruda pelea entre lagunas donde saltaban los ajolotes y las xochócatl que
son las ranitas verdes de las orillas limosas. Mucho tiempo duró aquél duelo.
El tlaxcalteca defendiendo a su mujer y a su mentira.
El azteca el amor de la mujer a quien amaba y por quien
tuvo arrestros para regresar vivo al Anáhuac.
Al fin, ya casi al atardecer, el azteca pudo herir de
muerte al tlaxcalteca quien huyó hacia su país, hacia su tierra tal vez en
busca de ayuda para vengarse del azteca.
El vencedor por el amor y la verdad regresó buscando a su
amada Xochiquétzal.
Y la encontró tendida para siempre, muerta a la mitad del
valle, porque una mujer que amó como ella no podía vivir soportando la pena y
la vergüenza de haber sido de otro hombre, cuando en realidad amaba al dueño de
su ser y le había jurado fidelidad eterna.
El guerrero azteca se arrodilló a su lado y lloró con los
ojos y con el alma. Y cortó maravillas y flores de xoxocotzin con las cuales
cubrió el cuerpo inanimado de la hermosa Xochiquétzal. Corono sus sienes con
las fragantes flores de Yoloxóchitl que es la flor del corazón y trajo un
incensario en donde quemó copal. Llegó el zenzontle también llamado
Zenzontletole, porque imita las voces de otros pajarillos y quiere decir 400
trinos, pues cuatrocientos tonos de cantos dulces lanza esta avecilla.
Por el cielo en nubarrones cruzó Tlahuelpoch, que es el
mensajero de la muerte.
Y cuenta la leyenda que en un momento dado se estremeció la
tierra y el relámpago atronó el espacio y ocurrió un cataclismo del que no
hablaban las tradiciones orales de los Tlachiques que son los viejos sabios y
adivinos, ni los tlacuilos habían inscrito en sus pasmosos códices. Todo tembló
y se anubló la tierra y cayeron piedras de fuego sobre los cinco lagos, el
cielo se hizo tenebroso y las gentes del Anáhuac se llenaron de pavura.
Al amanecer estaban allí, donde antes era valle, dos
montañas nevadas, una que tenía la forma inconfundible de una mujer recostada
sobre un túmulo de flores blancas y otra alta y elevada adoptando la figura de
un guerrero azteca arrodillado junto a los pies nevados de una impresionante
escultura de hielo.
Las flores de las alturas que llamaban Tepexóchitl por
crecer en las montañas y entre los pinares, junto con el aljófar mañanero,
cubrieron de blanco sudario las faldas de la muerta y pusieron alba blancura de
nieve hermosa en sus senos y en sus muslos y la cubrieron toda de armiño.
Desde entonces, esos dos volcanes que hoy vigilan el
hermoso valle del Anáhuac, tuvieron por nombres Iztaccihuatl que quiere decir
mujer dormida y Popocatepetl, que se traduce por montaña que humea, ya que a
veces suele escapar humo del inmenso pebetero.
En cuanto al cobarde engañador tlaxcalteca, según dice
también esta leyenda, fue a morir desorientado muy cerca de su tierra y también
se hizo montaña y se cubrió de nieve y le pusieron por nombre Poyauteclat, que
quiere decir Señor Crepuscular y posteriormente Citlaltepetl o cerro de la
estrella y que desde allá lejos vigila el sueño eterno de los dos amantes a
quienes nunca podrá ya separar.
Eran los tiempos en que se adoraba al dios Coyote y al Dios
Colibrí y en el panteón azteca las montañas eran dioses y recibían tributos de
flores y de cantos, porque de sus faldas escurre el agua que vivifica y
fertiliza los campos.
Durante muchos años y poco antes de la conquista, las
doncellas muertas en amores desdichados o por mal de amor, eran sepultadas en
las faldas de Iztaccihuatl, de Xochiquétzal, la mujer que murió de pena y de
amor y que hoy yace convertida en nívea montaña de perenne armiño.
LA LLORONA
Los cuatros sacerdotes aguardaban espectrantes.Sus ojillos
vivaces iban del cielo estrellado en donde señoreaba la gran luna blanca, al
espejo argentino del lago de Texcoco, en donde las bandadas de patos
silenciosos bajaban en busca de los gordos ajolotes.Después confrontaban el
movimiento de las constelaciones estelares para determinar la hora, con sus
profundos conocimientos de la astronomía.De pronto estalló el grito....Ea un
alarido lastimoso, hiriente, sobrecogedor. Un sonido agudo como escapado de la
garganta de una mujer en agonía. El grito se fue extendiendo sobre el agua,
rebotando contra los montes y enroscándose en las alfardas y en los taludes de
los templos, rebotó en el Gran Teocali dedicado al Dios Huitzilopochtli, que
comenzara a construir Tizoc en 1481 para terminarlo Ahuizotl en 1502 si las
crónicas antiguas han sido bien interpretadas y pareció quedar flotando en el
maravilloso palacio del entonces Emperador Moctezuma Xocoyótzin.- Es
Cihuacoatl! -- exclamó el más viejo de los cuatro sacerdotes que aguardaban el
portento.
La Diosa ha salido de las aguas y bajado de la montaña para
prevenirnos nuevamente --, agregó el otro interrogador de las estrellas y la
noche.
Subieron al lugar más alto del templo y pudieron ver hacia
el oriente una figura blanca, con el pelo peinado de tal modo que parecía
llevar en la frente dos pequeños cornezuelos, arrastrando o flotando una cauda
de tela tan vaporosa que jugueteaba con el fresco de la noche plenilunar.
Cuando se hubo opacado el grito y sus ecos se perdieron a
lo lejos, por el rumbo del señorío de Texcocan todo quedó en silencio, sombras
ominosas huyeron hacías las aguas hasta que el pavor fue roto por algo que los
sacerdotes primero y después Fray Bernandino de Sahagún interpretaron de este
modo:
"...Hijos míos... amados hijos del Anáhuac, vuestra
destrucción está próxima...."
Venía otra sarta de lamentos igualmente dolorosos y
conmovedores, para decir, cuando ya se alejaba hacia la colina que cubría las
faldas de los montes:
"...A dónde iréis.... a dónde os podré llevar para que
escapéis a tan funesto destino.... hijos míos, estáis a punto de
perderos..."
Al oír estas palabras que más tarde comprobaron los
augures, los cuatro sacerdotes estuvieron de acuerdo en que aquella fantasmal
aparición que llenaba de terror a las gentes de la gran Tenochtitlán, era la
misma Diosa Cihuacoatl, la deidad protectora de la raza, aquella buena madre
que había heredado a los dioses para finalmentente depositar su poder y
sabiduría en Tilpotoncátzin en ese tiempo poseedor de su dignidad sacerdotal.
El emperador Moctezuma Xocoyótzin se atuzó el bigote ralo
que parecía escurrirle por la comisura de sus labios, se alisó con una mano la
barba de pelos escasos y entrecanos y clavó sus ojillos vivaces aunque tímidos,
en el viejo códice dibujado sobre la atezada superficie de amatl y que se
guardaba en los archivos del imperio tal vez desde los tiempos de Itzcoatl y
Tlacaelel.
El emperador Moctezuma, como todos los que no están
iniciados en el conocimiento de la hierática escritura, sólo miraba con asombro
los códices multicolores, hasta que los sacerdotes, después de hacer una
reverencia, le interpretaron lo allí escrito.
---Señor, -- le dijeron --, estos viejos anuales nos hablan
de que la Diosa Cihuacoatl aparecerá según el sexto pronóstico de los agoreros,
para anunciarnos la destrucción de vuestro imperio.
Dicen aquí los sabios más sabios y más antiguos que
nosotros, que hombres extraños vendrán por el Oriente y sojuzgarán a tu pueblo
y a ti mismo y tú y los tuyos serán de muchos lloros y grandes penas y que tu
raza desaparecerá devorada y nuestros dioses humillados por otros dioses más poderosos.
--- Dioses más poderosos que nuestro Dios Huitzilopochtli,
y que el Gran Destructor Tezcatlipoca y que nuestros formidables dioses de la
guerra y de la sangre? -- preguntó Moctezuma bajando la cabeza con temor y
humildad.
--- Así lo dicen los sabios y los sacerdotes más sabios y
más viejos que nosotros, señor. Por eso la Diosa Cihuacoatl vaga por el anáhuac
lanzando lloros y arrastrando penas, gritando para que oigan quienes sepan oír,
las desdichas que han de llegar muy pronto a vuestro Imperio.
Moctezuma guardó silencio y se quedó pensativo, hundido en
su gran trono de alabastro y esmeraldas; entonces los cuatro sacerdotes
volvieron a doblar los pasmosos códices y se retiraron también en silencio,
para ir a depositar de nuevo en los archivos imperiales, aquello que dejaron
escrito los más sabios y más viejos.
Por eso desde los tiempos de Chimalpopoca, Itzcoatl,
Moctezuma, Ilhuicamina, Axayácatl, Tizoc y Ahuizotl, el fantasmal augur vagaba
por entre los lagos y templos del Anáhuac, pregonando lo que iba a ocurrir a la
entonces raza poderosa y avasalladora.
Al llegar los españoles e iniciada la conquista, según
cuentan los cronistas de la época, una mujer igualmente vestida de blanco y con
las negras crines de su pelo tremolando al viento de la noche, aparecía por el
Sudoeste de la Capital de la Nueva España y tomando rumbo hacia el Oriente,
cruzaba calles y plazuelas como al impulso del viento, deteniéndose ante las
cruces, templos y cementerios y las imágenes iluminadas por lámparas votivas en
pétreas hornacinas, para lanzar ese grito lastimero que hería el alma.
-----Aaaaaaaay mis hijos.......Aaaaaaay aaaaaaay!---- El
lamento se repetía tantas veces como horas tenía la noche la madrugada en que
la dama de vestiduras vaporosas jugueteando al viento, se detenía en la Plaza
Mayor y mirando hacia la Catedral musitaba una larga y doliente oración, para
volver a levantarse, lanzar de nuevo su lamento y desaparecer sobre el lago,
que entonces llegaba hasta las goteras de la Ciudad y cerca de la traza.
Jamás hubo valiente que osara interrogarla. Todos
convinieron en que se trataba de un fantasma errabundo que penaba por un
desdichado amor, bifurcando en mil historias los motivos de esta aparición que
se transplantó a la época colonial.
Los románticos dijeron que era una pobre mujer engañada,
otros que una amante abandonada con hijos, hubo que bordaron la consabida trama
de un noble que engaña y que abandona a una hermosa mujer sin linaje.
Lo cierto es que desde entonces se le bautizó como "La
llorona", debido al desgarrador lamento que lanzaba por las calles de la
Capital de Nueva España y que por muchos lustros constituyó el más grande temor
callejero, pues toda la gente evitaba salir de su casa y menos recorrer las
penumbrosas callejas coloniales cuando ya se había dado el toque de queda.
Muchos timoratos se quedaron locos y jamás olvidaron la
horrible visión de "La llorona" hombres y mujeres "se iban de
las aguas" y cientos y cientos enfermaron de espanto.
Poco a poco y al paso de los años, la leyenda de La
Llorona, rebautizada con otros nombres, según la región en donde se aseguraba
que era vista, fue tomando otras nacionalidades y su presencia se detectó en el
Sur de nuestra insólita América en donde se asegura que todavía aparece
fantasmal, enfundada en su traje vaporoso, lanzando al aire su terrorífico
alarido, vadeando ríos, cruzando arroyos, subiendo colinas y vagando por cimas
y montañas.
LA CASA DEL TRUENO
Cuentan los viejos que entre Totomoxtle y Coatzintlali
existía una caverna en cuyo interior los antiguos sacerdotes habían levantado
un templo dedicado al Dios del Trueno, de la lluvia y de las aguas de los ríos.
Eran tiempos en los que aún no llegaban los hispanos ni las portentosas razas,
conocidas hoy como totonacas, que poblaron el lugar de Veracruz que después
llamaron Totonacan. Y siete sacerdotes se reunían cada tiempo en que era
menester cultivar la tierra y sembrar las semillas y cosechar los frutos, siete
veces invocaban a las deidades de esos tiempos y gritaban entonaban cánticos a
los cuatro vientos o sea hacia los cuatro puntos cardinales, porque según las
cuentas esotéricas de esos sacerdotes, cuatro por siete eran 28 y veintiocho
días componen el ciclo lunar.
Siguen diciendo las viejas crónicas que se han convertido
en asombrosas leyendas, que esos viejos sacerdotes hacían sonar el gran tambor
del trueno y arrastraban cueros secos de los animales por todo el ámbito de la
caverna y lanzaban flechas encendidas al cielo. Y poco después atronaban el
espacio furiosos truenos y los relámpagos cegaban a los animales de la selva y
a las especies acuáticas que moraban en los ríos.
Llovía a torrentes y la tempestad rugía sobre la cueva
durante muchos días y muchas noches y había veces en que los ríos Huitizilac y
el de las mariposas, Papaloapan, se desbordaban cubriendo de agua y limo las
riberas y causando inmensos desastres. Ycuanto mas arrastraban los cueros mayor
era el ruido que producían los torrentes y cuanto más se golpeaba el gran
tambor ceremonial, mayor era el ruido de los truenos cuanto más relámpagos
significaba mayor número de flechas incendiarias.
Pasaron los siglos...
Y un día arribaron al lugar grupos de gentes ataviadas de
un modo singular, trayendo consigo otras costumbres, y otras leyes y otras
religiones. Se decían venidos de otras tierras allende el gran mar de turquesas
(Golfo de México) y tanto hombres, como mujeres y niños, tenían la
característica de estar siempre sonriendo como si fueran los seres más felices
de la tierra y tal vez esa alegría se debía a que después de haber sufrido mil
penurias en las aguas borrascosas de un mar en convulsión habían por fin
llegado a las costas tropicales, donde había de todo, así frutos como animales
de caza, agua y clima hermoso.
Se asentaron en ese lugar al que dieron por nombre, en su
lengua Totonacan y ellos mismos se dijeron totonacos.
Pero los sacerdotes, los siete sacerdotes de la caverna del
trueno no estuvieron conformes con aquella invasión de los extranjeros que
traían consigo una gran cultura y se fueron a la cueva a producir truenos,
relámpagos, rayos y lluvias y torrenciales aguaceros con el fin de
amendrantarlos.
En los antiguos registros que los milenios han borrado, se
dice que llovió mucho y durante varios días y sus noches, hasta que alguien se
dió cuenta de que esas tempestades las provocaban los siete hechiceros, los
siete sacerdotes de la caverna de los truenos.
No siendo amigos de la violencia, los totonacas los
embarcaron en un pequeño bajel y dotándoles de provisiones y agua los lanzaron
al mar de las turquesas en donde se perdieron para siempre.
Pero ahora era preciso dominar a esos dioses del trueno y
de las lluvias para evitar el desastre del pueblo totonaca recién asentado y
para el efecto se reunieron los sabios y los sacerdotes y gentes principales y
decidieron que nada podría hacerse contra esas fuerzas que hoy llamos
sencillamente naturales y que sería mejor rendirles culto y pleitesía, adorar a
esos dioses y rogarles fueran magnánimos con ese pueblo que acababa de escapar
de un monstruoso desastre.
Y en ese mismo lugar en donde había el templo y la caverna
y se ejercía el culto al Dios del trueno, los totonacas u hombres sonrientes
levantaron el asombroso templo del Tajín, que en su propia lengua quiere decir
lugar de las tempestades. Y no sólo se rindió culto al Dios del Trueno sino que
se le imploró durante 365 días, como número de nichos tiene este pasmoso
monumento invocando el buen tiempo en cierta época del año y la lluvia, cuando
es menester fertilizar las sementeras.
Hoy se levanta este maravilloso templo conocido en todo el
mundo como pirámide o templó de El Tajín en donde curiosamente parecen generarse
las tempestades y los truenos y las lluvias torrenciales.
Así nació la pirámide de El Tajín, levantada con veneración
y respeto al Dios del Trueno, adorado por aquellas gentes que vivieron mucho
antes de la llegada de los extranjeros, mucho antes de la llegada de los
totonacas, cuando el mundo parecía comenzar a existir.
LA MULATA DE CÓRDOBA
Cuenta la tradición, que hace más de dos siglos y en la
poética ciudad de Córdoba, vivió una célebre mujer, una joven que nunca
envejecía a pesar de sus años. Nadie sabía hija de quién era, pero todos la
llamaban la Mulata.
En el sentir de la mayoría, la Mulata era una bruja, una
hechicera que había hecho pacto con el diablo, quien la visitaba todas las
noches, pues muchos vecinos aseguraban que al pasar a las doce por su casa
habían visto que por las rendijas de las ventanas y de las puertas salía una
luz siniestra, como si por dentro un poderoso incendio devorara aquella
habitación.
Otros decían que la habían visto volar por los tejados en
forma de mujer; pero despidiendo por sus negros ojos miradas satánicas y
sonriendo diabólicamente con sus labios rojos y sus dientes blanquísimos.
De ella se referían prodigios.
Cuando apareció en la ciudad, los jóvenes, prendados de su
hermosura, disputaban se la conquista de su corazón.
Pero a nadie correspondía, a todos desdeñaba, y de ahí
nació la creencia de que el único dueño de sus encantos, era el señor de las
tinieblas.
Empero, aquella mujer siempre joven, frecuentaba los
sacramentos, asistía a misa, hacía caridades, y todo aquel que imploraba su
auxilio la tenía a su lado, en el umbral de la choza del pobre, lo mismo que
junto al lecho del moribundo.
Se decía que en todas partes estaba, en distintos puntos y
a la misma hora; y llegó a saberse que un día se la vio a un tiempo en Córdoba
y en México; "tenía el don de ubicuidad" - dice un escritor - y lo
más común era encontrarla en una caverna. "Pero éste - añade - la visitó
en una accesoria; aquél la vio en una de esas casuchas horrorosas que tan mala
fama tienen en los barrios más inmundos de las ciudades, y otro la conoció en
un modesto cuarto de vecindad, sencillamente vestida, con aire vulgar, maneras
desembarazadas, y sin revelar el mágico poder de que estaba dotada."
La hechicera servía también como abogada de imposibles. Las
muchachas sin novio, las jamonas pasaditas, que iban perdiendo la esperanza de
hallar marido, los empleados cesantes, las damas que ambicionaban competir en
túnicas y joyas con la Virreina, los militares retirados, los médicos jóvenes
sin fortuna, todos acudían a ella, todos invocaban en sus cuitas, y a todos los
dejaba contentos, hartos y satisfechos.
Por eso todavía hoy, cuando se solicita de alguien una cosa
difícil, casi irrealizable, es costumbre exclamar: -¡No soy la Mulata de Córdoba!
La fama de aquella mujer era grande, inmensa. Por todas
partes se hablaba de ella y en diferentes lugares de Nueva España su nombre era
repetido de boca en boca.
"Era en suma -dice el mismo escritor- una Circe, una
Medea, una Pitonisa, una Sibila, una bruja, un ser extraordinario a quien nada
había oculto, a quien todo obedecía y cuyo poder alcanzaba hasta trastornar las
leyes de la naturaleza... Era, en fin, una mujer a quien hubiera colocado la
antigüedad entre sus diosas, o a lo menos entre sus más veneradas sacerdotisas;
era un médium, y de los más privilegiados, de los más favorecidos que disfrutó
la escuela espirita de aquella época!...¡Lástima grande que no viviera en la
nuestra! ¡De qué portentos no fuéramos testigos! ¡Qué revelaciones no haría en
su tiempo! ¡Cuántas evocaciones, cuántos espíritus no vendrían sumisos a su
voz! ¡Cuántos incrédulos dejarían de serlo!"
¿Qué tiempo duró la fama de aquella mujer, verdadero
prodigio de su época y admiración de los futuros siglos? Nadie lo sabe.
Lo que sí se asegura es que un día la ciudad de México supo
que desde la villa de Córdoba había sido traída a las sombrías cárceles del
Santo Oficio.
Noticia tan estupenda, escapada Dios sabe cómo de los
impenetrables secretos de la Inquisición, fue causa de atención profunda en
todas las clases de la sociedad, y entre los platicones de las tiendas del
Parián se habló mucho de aquel suceso y hasta hubo un atrevido que sostuvo que
la Mulata, no era hechicera, ni bruja, ni cosa parecida, y que el haber caído
en garras del Santo Tribunal, lo debía a una inmensa fortuna, consistente en
diez grandes barriles de barro, llenos de polvo de oro. Otro de los tertulianos
aseguró que además de esto se hallaba de por medio un amante desairado, que
ciego de despecho, denunció en Córdoba a la Mulata, porque ésta no había
correspondido a sus amores.
Pasaron los años, las hablillas se olvidaron, hasta que
otro día de nuevo supo la ciudad, con asombro, que en el próximo auto de fe que
se preparaba, la hechicera, saldría con coroza y vela verde. Pero el asombro
creció de punto cuando pasados algunos días se dijo que el pájaro había volado
hasta Manila, burlando la vigilancia de sus carceleros...más bien dicho,
saliéndose delante de uno de ellos.
¿Cómo había sucedió esto? ¿Qué poder tenía aquella mujer,
para dejar así con un palmo de narices, a los muy respetables señores
inquisidores?
Todos lo ignoraban. Las más extrañas y absurdas
explicaciones circularon por la ciudad. hubo quién afirmaba, haciendo la señal
de la cruz, que todo era obra del mismo diablo, que de incógnito se había
introducido a las cárceles secretas para salvar a la Mulata. Quién recordaba
aquello de que dádivas quebrantan... rejas; y hubo algún malicioso que dijese
que todo lo vence el amor... y que los del Santo Oficio, como mortales eran
también de carne y hueso.
He aquí la verdad de los hechos.
Una vez, el carcelero penetró en el inmundo calabozo de la
hechicera, y quedóse verdaderamente maravillado al contemplar en una de las
paredes, un navío dibujado con carbón por la Mulata, la cual le preguntó con
tono irónico:
- ¿Qué le falta a ese navío?
-Desgraciada mujer- contestó el interrogado, si quisieras
salvar tu alma de las horribles penas del infierno, no estarías aquí, y
ahorrarías al Santo Oficio el que te juzgase! ¡A este barco únicamente le falta
que ande! ¡Es perfecto!
- Pues si vuestra merced lo quiere, si en ello se empeña,
andará, andará y muy lejos...
- ¡Como! ¿A ver?
-dijo la Mulata.Y ligera saltó al navío, y éste, lento al
principio, y después rápido y a toda vela, desapareció con la hermosa mujer por
uno de los rincones del calabozo.
El carcelero, mudo, inmóvil, con los ojos salidos de sus
órbitas, con el cabello de punta, y con la boca abierta, vio aquello
sorprendido. ¿Y después? Hable un poeta:
Cuenta la tradición que algunos años después de estos
sucesos, hubo un hombre, en la casa de los locos detenido, y que hablaba de un
barco que una noche bajo el suelo de México cruzaba llevando una mujer de
altivo porte, era el inquisidor; de la Mulata nada se volvió a saber, más se
supone que en poder del demonio está gimiendo.
¡Déjenla entre las llamas los lectores!
LAS CALLES DEL INDIO TRISTE
Las calles que llevaron los nombres de 1ª y 2ª del Indio
Triste (ahora 1ª y 2ª del Correo Mayor y 1ª del Carmen), recuerdan una antigua
tradición que un viejo vecino de dichas calles refería con todos sus puntos y
comas, y aseguraba y protestaba "ser cierta y verdadera", pues a él se
la había contado su buen padre, y a éste sus abuelos, de quienes se había ido
transmitiendo de generación en generación, hasta el año de 1840, en que la puso
en letras de molde el Conde de la Cortina.
Contaba aquel buen vecino que, a raíz de la conquista, el
gobierno español se propuso proteger a los indios nobles, supervivientes de la
vieja estirpe azteca; unos habían caído prisioneros en la guerra, y otros que
voluntariamente se presentaron, con el objeto de servir a los castellanos
alegando que habían sido víctimas de la dura tiranía en que los tuviera durante
mucho tiempo el llamado Emperador Moctecuhzoma II o Xocoyótzin.
Pero hay que advertir que esta protección dispensada a esos
indios nobles, no era la protección abnegada que les habían prodigado los
santos misioneros, sino el interés de los primeros gobernadores, de las
primeras Audiencias y de los primeros virreyes de la Nueva España, que
utilizaban a esos indios como espías para que, en el caso de que los naturales
intentasen levantarse en contra de los españoles, inmediatamente éstos lo
supiesen y sofocaran el fuego de la conjura y así evitar cualquier
levantamiento.
Cuenta pues la tradición citada, que en una de las casas de
la calle que hoy se nombra 1a del Carmen, quizá la que hace esquina con la
calle de Guatemala, antes de santa Teresa, vivía allá a mediados del siglo XVI
uno de aquellos indios nobles que, a cambio de su espionaje y servilismo,
recibía los favores de sus nuevos amos; y este indio a que alude la tradición,
era muy privado del virrey que entonces gobernaba la Colonia.
El tal indio poseía casas suntuosas en la ciudad,
sementeras en los campos, ganados y aves de corral. Tenía joyas que había
heredado de sus antecesores; discos de oro, que semejaban soles o lunas,
anillos, brazaletes, collares de verdes chalchihuites; bezotes de negra
obsidiana; capas y fajas de finísimo algodón o de riquísimas plumas; cacles de
cuero admirablemente adobado o de pita tejida con exquisito gusto; esteras o
petates de finas palmas, teñidas con diversos colores; cómodos icpallis o
sillones, forrados con pieles de tigres, leopardos o venados. En una palabra,
poseía aquel indio todo lo que constituía para él y los suyos un tesoro de
riquezas y obras de arte.
El indio, aunque había recibido las aguas bautismales y se
confesaba, comulgaba, oía misa y sermones con toda devoción y acatamiento, como
todos los de su raza era socarrón y taimado, y en el interior de su casa, en el
aposento más apartado, tenía un santocalli privado, a modo de oratorio particular,
con imágenes cristianas, para rendir culto a muchos idolillos de oro y piedra
que eran efigies de los dioses que más veneraba en su gentilidad.
Y así como practicaba piadosos cultos cristianos a fin de
engañar con sus fingimientos a los benditos frailes, así también engañaba
llevando la vida disipada de un príncipe destronado, sumido sin tasa en la
molicie de los placeres carnales que le prodigaban sus muchas mancebas, o
entregado a los vicios de la gula y de la embriaguez, hartándose de manjares
picantes e indigestos y ahogándose con sendas jícaras y jarros de pulque
fermentado con yerbas olorosas y estimulantes o con frutas dulces y sabrosas.
El indio aquel acabó por embrutecerse. Volvióse
supersticioso, en tal extremo, que vivía atormentado por el temor de las iras
de sus dioses y por el miedo que le inspiraba el diablo, que veía pintado en
los retablos de las iglesias, a los pies del Príncipe de los Arcángeles.
LA CALLE DE DON JUAN MANUEL
Hace muchos años - cuenta la tradición - que vivía en esta
Calle un hombre muy rico, cuya casa quedaba precisamente detrás del Convento de
San Bernardo. Este hombre se llamaba Don Juan Manuel y se hallaba casado con
una mujer tan virtuosa como bella. Pero aquel hombre, en medio de sus riquezas
y al lado de una esposa que poseía prendas tan raras, no se sentía feliz a
causa de no haber tenido sucesión.
La tristeza lo consumía, el fastidio lo exasperaba y para
hallar algún consuelo, resolvió consagrarse a las prácticas religiosas, pero
tanto, que no conforme con asistir casi todo el día a las iglesias, intentó
separarse de su esposa y entrar fraile a San Francisco. Con este objeto, envió
por un sobrino que residía en España, para que administrase sus negocios. Llegó
a poco el pariente y pronto también concibió D. Juan Manuel celos terribles,
tan terribles que una noche invocó al diablo y le prometió entregarle su alma,
si le proporcionaba el medio de descubrir al que creía lo estaba deshonrando.
El diablo acudió solícito, y le ordenó que saliera de su casa a las once de esa
misma noche y matara al primero que encontrase. Así lo hizo D. Juan, y al día
siguiente, cuando creyendo estar vengado, se encontraba satisfecho, el demonio
se le volvió a presentar y le dijo que aquel individuo que había asesinado era
inocente pero que siguiera saliendo todas las noches y continuara matando hasta
que él se le apareciera junto al cadáver del culpable.
D. Juan obedeció sin replicar. Noche con noche salía de su
casa: bajaba las escaleras, atravesaba el patio, abría el postigo del zaguán, se
recargaba en el muro, y envuelto en su ancha capa, esperaba tranquilo a la
víctima. Entonces no había alumbrado y en medio de la oscuridad y del silencio
de la noche, se oían lejanos pasos, cada vez más perceptibles: después aparecía
el bulto de un transeúnte, a quien, acercándose D. Juan, le preguntaba:
- Perdone usarcé, ¿qué horas son?
- Las once
- ¡Dichoso usarcé, que sabe la hora en que muere!
Brillaba el puñal en las tinieblas, se escuchaba un grito
sofocado, el golpe de un cuerpo que caía, y el asesino, mudo, impasible, volvía
a abrir el postigo, atravesando de nuevo el patio de la casa, subía las
escaleras y se recogía en su habitación.
La ciudad amanecía consternada. Todas las mañanas, en dicha
calle, recogía la ronda un cadáver, y nadie podía explicarse el misterio de
aquellos asesinatos tan espantosos como frecuentes.
En uno de tantos días muy temprano, condujo la ronda un
cadáver a la casa de D. Juan Manuel, y éste contempló y reconoció a su sobrino,
la que tanto quería y al que debía la conservación de su fortuna.
D. Juan al verlo, trató de disimular; pero un terrible
remordimiento conmovió todo su ser, y pálido, tembloroso, arrepentido, fue al
convento de San Francisco, entró a la celda de un sabio y santo religioso, y
arrojándose a sus pies, y abrazándose a sus rodillas, le confesó uno a uno
todos sus pecados, todos sus crímenes, engendrados por el espíritu de Lucifer,
a quien había prometido entregar su ánima.
El reverendo lo escuchó con la tranquilidad del juez y con
la serenidad del justo, y luego que hubo concluido D. Juan, le mandó por
penitencia que durante tres noches consecutivas fuera a las once en punto a
rezar un rosario al pie de la horca, en descargo de sus faltas y para poder
absolverlo de sus culpas.
Intentó cumplir D. Juan; pero no había aún recorrido las
cuentas todas de su rosario, la primera noche, cuando percibió una voz
sepulcral que imploraba en tono dolorido:
- ¡Un Padre Nuestro y un Ave María por el alma de D. Juan
Manuel!
Quedóse mudo, se repuso enseguida, fue a su casa, y sin
cerrar un minuto los ojos, esperó el alba para ir a comunicar al confesor lo
que había escuchado.
- Vuelva esta misma noche - le dijo el religioso -
considere que esto ha sido dispuesto por el que todo lo sabe para salvar su
ánima y reflexione que el miedo se lo ha inspirado el demonio como un ardid
para apartarlo del buen camino, y haga la señal de la cruz cuando sienta
espanto.
Humilde, sumiso y obediente, D. Juan estuvo a las once en
punto en la horca; pero aún no había comenzado a rezar, cuando vió un cortejo
de fantasmas, que con cirios encendidos conducían su propio cadáver en una
ataúd.
Más muerto que vivo, tembloroso y desencajado, se presentó
al otro día en el convento de San Francisco.
- ¡Padre - le dijo - por Dios, por su santa y bendita
madre, antes de morirme concédame la absolución!
El religioso se hallaba conmovido, y juzgando que hasta
sería falta de caridad el retardar más el perdón, le absolvió al fin,
exigiéndole por última vez, que esa misma noche fuera a rezar el rosario que le
faltaba.
Que fue del penitente, lo dice la leyenda. ¿Que paso allí?
Nadie lo sabe, y sólo agrega la tradición que al amanecer se encontraba colgado
de la horca pública un cadáver era del muy rico Sr. D. Juan Manuel de
Solórzano, privado que había sido del Marqués de Caderita.
El pueblo dijo desde entonces que a D. Juan Manuel lo
habían colgado los ángeles, y la tradición lo repite y lo seguirá repitiendo
por los siglos de los siglos. Amén.}
POR ESMERALDA HERNANDEZ LORENZO
SEXTO GRADO GRUPO A
ESC. RENACIMIENTO.
SAN LUIS POTOSI,MEXICO